Nuestros pilares erosionados

Algunos de mis vecinos «del otro lado» se asombraron al verme salir camino del campo del Betis con mi bandera al cuello. Por supuesto, me paré a hablar con ellos porque tan solo nos separan los colores futbolísticos, y así siempre se puede hablar. Me miran estupefactos antes de partir de nuevo hacia otra batalla perdida, pero con la sonrisa puesta, mi chaleco del centenario, y mi camiseta como piel a trecebarras hecha.

No terminan de explicárselo, porque hay cosas que los otros jamás podrán entender, y yo les digo que no hay más cera que la que arde, que nos hundimos, pero que allí estaremos todos, dentro del barco. Los béticos somos así, supongo que otros también lo serán con lo suyo, pero por fortuna a nosotros el manquepierda nos enseñó a ver el futuro teñido siempre de verde esperanza.

Son muchos palos los que alguien de los nuestros lleva pegándole a ese escudo de las trece barras, que por número gafe es nuestra seña de identidad. Palos a bastiones tan sagrados como nuestra infancia, que se desangra sin remedio y para la que no hay cura con la insuficiente medicina que hoy tenemos. Palos a nuestra historia, continuos y aterradores, confundiendo un año, ese del 92, al que cada vez tengo más tirria, con el conjunto de la centenaria historia del Betis. Palos a mitos e iconos verdiblancos, palos a unas leyendas que no entran en la cabeza de quien sólo ideó una, la suya, y la mantiene a diario ante su espejo, ése que no le deja ver más allá de ese Betis que el piensa que creará de nuevo de la nada, tras llevarlo al precipicio una y otra vez.

Sobre esos pilares recios y sufridos de nuestro Betis la tragedia está servida. Pilares erosionados por una marea continua que nace en la calle Jabugo, pilares que gritan porque los apuntalemos. La misión es ardua y complicada porque en la atalaya del 52% se refugia un hombre, un simple hombre, que un día confundió al Betis consigo mismo, Quijote con los libros de caballería. Sus molinos de viento somos nosotros, los que no comprendemos su tamaña y desafortunada obra. Sus fantasmas, los que abogan por el cambio. Sus fobias aquéllos a los que no puede callar, porque el clamor es ya imparable. Su música, unas grabaciones chapuceras y tristes que a toda pastilla suenan en su torre de marfil, antes veteada de verde, ahora en gris reconvertida.

Y mientras, en la casa de los béticos sigue sonando el himno del Centenario en el que pocos creen, siguen esperando estar unidos como balas de cañón y siguen pensando que si bien cualquier tiempo pasado fue mejor, vivir de él no es sino morir un poquito más.

100 años viven en nosotros, con nosotros, 100 años, de 1907 hasta ahora, y cualquier periodo o personaje, como siempre ha ocurrido a lo largo de la historia, puede ser ninguneado por esa justicia que dan los años y la perspectiva. Cada uno quiere saber cúando pasará a la historia, pero no cómo pasará.